domingo, 31 de enero de 2010

El negocio del desastre



Manuel Molares do Val
Inmediatamente después del terremoto que arrasó Puerto Príncipe dejando decenas de millares de muertos, numerosos comunicadores españoles –y del resto del mundo-- se relamieron como Drácula ante una gruesa yugular: estos desastres mejoran mucho la audiencia en estos tiempos de crisis y traen más publicidad que es buen dinero.
Miguel Higueras, maestro de muchas generaciones de periodistas, lo detectó enseguida: “Están morbosamente exultantes y van a explotar al máximo el dolor de los haitianos para enganchar audiencias”.
Radios, televisiones y tertulianos comenzaron a competir tras el desastre del día 12 para presentar las situaciones más dramáticas: cuantos más agonizantes y muertos pudieran vender, más dinero entraba en sus cajas de registradoras.
En el caso español los enviados especiales, mayoritariamente becarios o novatos, aunque también alguna rara estrella, gozaban de la acreditada compra de voluntades que el Gobierno ha sabido montar para hacerse propaganda.
Esta prensa iba en los aviones de ayuda enviados desde España, tutelada como rebaño por diplomáticos que le facilitaba comida y alojamiento.
En esa situación, ¿qué medio informativo va a criticar a Zapatero, a sus ministras o al titular de Exteriores, si no tenían que gastar un céntimo porque pagaba el Estado, mientras aumentaban los ingresos publicitarios?
Así, hasta que entró el ejército estadounidense, que desalojó a los periodistas porque interferían su trabajo, con gran enojo para ellos, que se movían cómodamente desde las bases de ayuda a la población.
Exteriores medió para evitar la expulsión, pero un jefe militar estadounidense bromeó con un diplomático español: “Si escapan de vivir en peligro entre haitianos, al contrario que otros periodistas, pueden ir a Guantánamo, como algunos refugiados; tendrán seguridad plena”.
No es mala solución cuando el periodista va de turismo y “de gratis total”.

1 comentario:

  1. Ahorrar no alarga la vida


    En esta cultura nuestra nos han enseñado que es el ahorro práctica conveniente y prudente para propiciar un buen dormir. Así pues, mi madre, apaña dita ella, me quiso convencer de dividir el sueldo (mi primer sueldo) en tres partes: una para colaborar en casa, otra para mis gastos y la tercera para ahorrar. Pero a mí se me antojó que el fruto de mis sudores prefería organizarlo yo como mejor me conviniese e hice de mi capa un sayo.

    El caso es que , a lo largo de mi más de medio siglo de fichar todas las mañanas, he seguido tropezándome por doquier con ese concepto arraigado, casi visceral, de considerar el ahorro como una de las grandes virtudes a que puede aspirar el ser humano.

    Los que no tenemos caudales inmensos, los que vivimos de nuestro sueldo en un nivel sin estridencias, ¿de qué nos sirve ahorrar? La respuesta sería: “para el día de mañana” o “por si pasa ‘algo’.
    ¿El día de mañana? ¿Por si pasa algo?
    El día de mañana es hoy y ese ‘algo’ ya ha pasado. Estamos quietos-parados sin atrevernos a pestañear por miedo a que nos cobren por ello, asustados pensando en que toda una vida laboral va a quedar reducida a una pensión de jubilación inferior a cualquier subvención de esas que dan hoy en día. Miramos el saldo de la cartilla como si fuera la panacea de nuestros males…Mal, muy mal.




    Ahorrar no alarga la vida, ahorrar dinero no es garantía de felicidad futura alguna, ahorrar no es más que el producto de una manipulación educacional bien orquestada para que los bancos sigan quedándose con el fruto de nuestro dinero. Y el fruto de ese dinero no deberían ser los miserables porcentajes de interés que pagan como si fuera la limosna a la salida de misa, no. El fruto de ese dinero debería ser…el viaje que siempre se soñó hacer, invitar a los hijos a algo bueno, bonito y caro, regalarse bienestar –aire libre, masajes, talasoterapia-, ir al teatro todas las semanas, no perderse ni un concierto, comprar esos libros caros que nos tientan…

    Porque ese dinero ahorrado acabará sirviendo únicamente para ser los más ricos del cementerio… y eso sí que es la estupidez más grande que se puede cometer.

    En fin.
    LaAlquimista

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